“Queremos que terminen los servicios aquí”, declaraba el aviso clavado en una iglesia católica en Beaumont, Texas, en 1922. “No nos quedaremos sin hacer nada mientras que sacerdotes blancos conviven con mujeres negras frente a nuestras familias. Desistan de hacer esto en una semana o azotes seguidos por alquitrán y plumas es lo que que les espera”.
Esta seria amenaza no fue la primera que Catalina Drexel recibió del Ku Klux Klan y grupos similares, y tampoco sería la última. Estas escandalosas muestras de prejuicio racial, junto con su amor por Jesús, fueron precisamente lo que motivó a esta mujer de la alta sociedad de Filadelfia a fundar un instituto religioso para trabajar entre los afroamericanos y nativos en los Estados Unidos y empezar las primeras escuelas católicas para niños de ambos grupos étnicos.
De la riqueza a la pobreza
Desde su niñez, Catalina dedicó su alma y corazón, su mente creativa y firme determinación, para servir aquellos que estaban hambrientos y privados de sus derechos. Sus padres, entre las personas más ricas de Filadelfia, inculcaron esta devoción en ella al diariamente alimentar a los hambrientos y ayudar a sus vecinos necesitados. Después de la muerte de sus padres, Catalina se convenció mas firmemente de que Dios la estaba llamando no solo a intensificar sus obras de caridad sino también a convertirse en hermana religiosa. Ella se sintió especialmente atraída a la adoración Eucarística y a la vida contemplativa claustral. Pero una conversación con el Papa León XIII cambió todo.
Durante una audiencia privada con el santo padre en 1887, ella habló con entusiasmo sobre su deseo de dejar su riqueza y estado social y entrar a una comunidad religiosa claustrada; pero también urgió al Papa a que mandara misioneros a los indios americanos y a los afroamericanos, discribiendo vividamente lo que ella pensaba eran las personas más pobres y más olvidadas en América. Para gran sorpresa de ella, el Papa Leo le dijo, “¿Por qué no ser una misionera tu misma, hija mía?”
Esas palabras, pronunciadas por el vicario de Cristo, encendieron un fuego de amor en su corazón y fijaron el curso para el resto de su vida. Por amor a Jesús, revertiría el sueño Americano “de la pobreza a la riqueza”, abrazando una vida de castidad, obediencia y pobreza religiosa, y dedicándose a los más pobres y más olvidados de sus hermanos en América. Estaba convencida de que la caridad y la justicia requerían este compromiso y que la educación católica era la clave para realmente cambiar sus vidas.
Un cuatro voto
Para traer la buena nueva a los pobres, lo cual era su anhelo, Santa Catalina sabía que ella y sus hermanas tendrían que hacer algo más que solo estar en contra de la injusticia; también tendrían que exudar amor genuino y compasión en sus relaciones con otros y con todos aquellos a quienes servirían.
En su reciente carta apostólica para el Año de la Vida Consagrada, el Papa Francisco habló de la necesidad vital de este testimonio evangélico: “En una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y del compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas”.
Además de los votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia, Catalina agregó un cuarto voto que tomarían todos los que se unieran con ella, específicamente, “ser la madre y sierva de las razas de indios y negros”. Al vivir intensamente sus votos como “Hermana del Santísimo Sacramento por los indios y personas de color”, también obtuvo el nombre por el que fué bien conocida, Madre Catalina Drexel.
Alegría y valor
Como madre espiritual, ella sabía la importancia del gozo en su servicio diario a los demás, compartiendo con ellos la alegría que encontró en Cristo — especialmente en la Eucaristía. Ella escribió, “Si deseamos servir a Dios y amar bien a nuestro prójimo, debemos manifestar nuestra alegría en el servicio que prestamos a Él y a ellos. Abramos nuestros corazones. Es la alegría quien nos invita. Sigamos adelante sin temer a nada”.
Alguien dijo una vez que el valor es el miedo que ha dicho sus plegarias. Sin duda, la Madre Catalina enfrentó muchas situaciones temerosas, a menudo derivadas de la intolerancia racial y religiosa. Por ejemplo, en 1913, la legislatura del estado de Georgia intentó impedir a las Hermanas del Santísimo Sacramento enseñar a los niños negros en la ciudad de Macon. ¿Por qué? Simplemente porque las hermanas eran blancas y los niños eran negros. La Madre Catalina ganó esa batalla. Dos años más tarde, cuando ella compró un edificio abandonado en New Orleans para empezar la Universidad Xavier, la cual sería la primera universidad en los Estados Unidos para los afroamericanos, vándalos rompieron cada una de sus ventanas. Pero ninguno de estos incidentes desalentaron a la Madre Catalina. Al enfrentar estos y similares manifestaciones feas de intolerancia, encontró en el Sacrificio Eucarístico diario la determinación pacífica de mantener el curso.
Los religiosos, dice el Papa Francisco, están “generalmente de parte de los pobres y los indefensos, porque sabe que Dios mismo está de su parte”. Alguien dijo de la Madre Catalina que se sentía en casa cuando estaba de rodillas, ya fuera limpiando pisos y estando a la altura de los niños pequeños, o de rodillas derramando su corazón en amor de su amado Cristo, Esposo de la Iglesia.
Aprendemos de Santa Catalina Drexel lo que hace que la vida religiosa apostólica sea un gran tesoro en la Iglesia, y por qué damos gracias a Dios por todos aquellos hombres y mujeres religiosas en nuestra diócesis que continúan esta tradición de sacrificio heroíco por amor a Jesús y por los más necesitados de nuestros hermanos.