El matrimonio de 73 años de mi padre y mi madre volvió al punto de partida hace varias semanas cuando mi mamá y el resto de nuestra familia guiamos con amor a mi padre al objetivo de su matrimonio desde el principio: un encuentro misericordioso con nuestro Padre celestial cuando se termina esta vida terrena. La pequeña iglesia donde celebramos la Santa Misa del funeral estaba llena a rebosar con las personas que habían sido tocadas por la verdad, la bondad y la belleza de la unión profundamente amorosa y fructífera, aunque no perfecta, de mis padres. Yo no hice nada para merecer esta base tan sólida en el amor del ser humano en la vida; el matrimonio de mis padres fue simplemente un regalo. Es un regalo que exige una respuesta de gratitud y un esfuerzo para vivir de tal manera que señale a la realidad presente y que revela tanto amor.
La belleza del matrimonio como una unión indisoluble
Esta realidad del amor conyugal fiel es verdaderamente hermosa. Como dice el Papa Francisco en “Amoris Laetitia (La Alegría del Amor)” (86), “Con íntimo gozo y profunda consolación, la Iglesia mira a las familias que permanecen fieles a las enseñanzas del Evangelio, agradeciéndoles el testimonio que dan y alentándolas. Gracias a ellas, en efecto, se hace creíble la belleza del matrimonio indisoluble y fiel para siempre”.
Hay algo profundamente bello acerca de la indisolubilidad. Como dice el Santo Padre, hace el matrimonio capaz de ser (AL 11) “la verdadera “escultura” viviente … capaz de manifestar al Dios Creador y Salvador”. Da a los niños un hogar estable en el cual naturalmente puede confiar en el amor fiel de Dios de ellos. El Catecismo lo dice de esta manera (1640) “Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina”.
“Esta es una enseñanza difícil”.
Cuando en el Credo de Nicea profesamos nuestra fe en el “Padre Todopoderoso, Creador … de todo lo visible y lo invisible”, una de las más poderosas realidades invisibles que debemos tener en cuenta es el vínculo invisible, pero real e indisoluble, establecido por Dios en el consentimiento de hombre y mujer en la alianza de matrimonio sacramental.
A través de la historia, el reto de esta enseñanza se ha visto por algunos como mucha exigencia y que esperamos demasiado de unos simples mortales. Aún hoy, algunos buscan suavizar su significado, utilizando diversos argumentos, incluso pretenden utilizar, erróneamente, la enseñanza del Papa Francisco, para justificar el relativizar la permanencia del vínculo sacramental del matrimonio.
Por ejemplo, uno de estos argumentos poco sólidos es algo como esto: “Un matrimonio sacramental consumado es indisoluble en el sentido de que los cónyuges deben fomentar el amor conyugal siempre y nunca deberían optar por disolver su matrimonio y volverse a casar; sin embargo, por causas ajenas a los cónyuges o por los defectos graves de uno de ellos, sus relaciones humanas como un matrimonio a veces se deterioran hasta que deja de existir. Cuando la relación de pareja en el matrimonio ya no existe, su matrimonio se ha disuelto, y una o ambas partes pueden, con razón, buscan un divorcio civil y volverse a casar.”
Tal discusión, en todo su agotamiento mundano, tiene un problema evidente: Jesús, el hijo de Dios encarnado que nos mostró la sorprendente profundidad y realidad del amor, claramente y sin reservas no está de acuerdo. Él dice (Marcos 10:9), “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido. … El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio”.
En este famoso pasaje encontrado en los tres evangelios sinópticos, incluso los discípulos del Señor se opusieron (Mateo 19:10): “¡Si esta es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse!” ¿Cómo la llamada matrimonio, pensaban, sería tan clara y absoluta? Pero los fieles de la Iglesia, convirtiéndose en uno con Cristo en el bautismo y poniendo en la mente de Cristo mediante el Espíritu Santo, llegan a confiar en la verdad y descubrir que con Dios todo es posible. Es al mismo tiempo desafiante y emocionante, llamando a la obediencia y a la gratitud y moviendo a los ministros de la Iglesia para acompañar, con misericordia, a los que han violado este sacramento o lo encuentran difícil de soportar.
Misericordia y el vínculo del matrimonio
Como el Año Jubileo de la Misericordia llega a su fin en este mes, el domingo de Cristo Rey, la renovación de nuestros corazones a través de la misericordia debe continuar y crecer en la Iglesia. Ojalá que no estemos entre los que Cristo reprendió más fuertemente, los fariseos, que no se movían para ayudar a su pueblo con sus cargas (Mateo 23:4).
Quedo profundamente agradecido a aquellos sacerdotes, líderes religiosos y laicos que han dedicado gran cantidad de tiempo para acompañar a los comprometidos, los divorciados por lo civil, aquellos que buscan una investigación de nulidad, así como aquellos que luchan para ser fieles a las palabras claras de nuestro Señor. Estoy especialmente agradecido por su valentía evangélica al defender el ideal habitable y en el cultivo de la madurez afectiva que nos mantiene apoyando a los heridos y a las personas confundidas que vienen a la Iglesia para fortalecerse en su camino al cielo.
Tenemos grandes motivos para esperar que los retos del matrimonio de nuestros tiempos darán lugar a testigos heroicos de Cristo conforme él ira derramando gracias superiores a nuestras tareas. San Pablo nos recuerda que la historia está repleta de ejemplos: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia …” (Romanos 5:20). Los “iconos” matrimoniales de nuestros tiempos tienen la tarea y la capacidad con la abundante gracia de Dios, para irradiar la belleza y la bondad, y la verdadera gloria de Dios.