Primera de una Serie
Marcos el evangelista relata una historia acerca de un hombre ciego llamado Bartimeo curado por Jesús a causa de su fe profesada. Después de que Bartimeo fue sanado de su ceguera, le siguió a Jesús en “el camino” (Marcos 10:52); es decir, se convirtió en Su discípulo. Para ser un discípulo, él tuvo que curarse primero, no tanto de su ceguera física, sino sobre todo, de su ceguera espiritual.
San Pablo, quien primero tuvo que ser físicamente ciego antes de que estuviera dispuesto a admitir su ceguera espiritual, escribe a los Efesios (Efesios 1:18), “Que Él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos”.
Ver con los ojos del corazón
Grandes multitudes acudían a Jesús mientras caminaba por las colinas y los valles de Palestina y cuando visitaba a Cafarnaúm, Caná y muchas más ciudades y pueblos. Una multitud de personas vieron a Jesús con los ojos del cuerpo pero no lo vieron con los ojos del corazón. Otras personas como Bartimeo recibieron este gran tesoro de la fe en Cristo.
Para abrir los ojos del corazón y ver lo que otros no ven, necesitamos recibir el don de la fe, con la ayuda del Espíritu Santo. El don de fe nos bendice con la conciencia que Jesús quiere una relación de amor; es decir, quiere que le acompañemos en el camino de la vida. Cuando los primeros discípulos le preguntaron a Jesús (Juan 1:38-39), “¿Dónde vives?”, Él respondió: “Vengan y lo verán”. Y en efecto, había mucho que Jesús quería que ellos vieran, tanto que Él quiere que todos nosotros veamos. Mirando a través de los ojos de nuestros corazones, hay tres cosas que deben destacarse:
- Su plan de salvación para todo el mundo y Su única vocación y misión de cada uno de nosotros;
- Cómo vivir de una manera agradable a Dios, beneficioso para otros y llevando a pleno discipulado en Cristo;
- Las riquezas de la gloria y misericordia de Dios, concedidas a nosotros en parte ahora, con todavía mucho más por venir (1 Pedro 1:4), “a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo”.
La fe es un viaje
Cuando Bartimeo fue sanado de la ceguera y comenzó a seguir a Jesús en el camino, que fue una gran bendición para él, pero fue sólo el principio. Para el discipulado es un largo viaje que comienza con la humildad de admitir nuestra necesidad de Dios. Bartimeo no ocultaba su necesidad de cualquier persona; gritó por el estruendo de la multitud (Marcos 10:47f), “Hijo de David, ten piedad de mí”. Le reprendió, diciéndole que se callara. Pero él gritó aún más, “Hijo de David, ten piedad de mí”.
Cuando Jesús se detuvo y le llamó, el corazón de este hombre ciego seguramente saltó de alegría, porque le estaba invitando a un encuentro directo personal con Jesús, el Hijo de David, Nuestro Salvador y Señor. Y tan pronto como sus ojos fueron sanados, Bartimeo se encontró cara a cara con Él que se describe a sí mismo como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14:6).
A pesar de que estaba profundamente agradecido por el don de ver a los ojos de su cuerpo, Bartimeo sabía que había mucho más para ver. Así, incluso sin una palabra de Jesús a este respecto, Bartimeo comenzó inmediatamente a seguirlo.
‘Navega mar adentro’ (Lucas 5:4)
Ya en el Antiguo Testamento, el Señor aclaró que la vida de fe es un viaje, no un destino. Esto es evidente en la vida de nuestro Padre en la fe, Abraham; es evidente en los Patriarcas y los Profetas; y es maravillosamente descrito por el Profeta Isaías (Isaías 35:8-9):
“Allí habrá una senda y un camino
que se llamará camino santo.
No lo recorrerá ningún impuro
ni los necios vagarán por él;
no habrá allí ningún león
ni penetrarán en él las fieras salvajes.
Por allí caminarán los redimidos”.
El camino tomado por los discípulos de Jesús nos obliga a vivir profundamente nuestra fe. Sólo aquellos que lo hacen a lo largo de sus días completan con éxito el viaje. Sin embargo, aquellos de nosotros que desean mucho ser fieles a Jesús frecuentemente nos quedamos cortos de la marca y necesitamos arrepentirnos y volver a empezar. Por esta razón el camino del discipulado requiere un compromiso eterno de Jesús, nuestra conversión diaria individual y nuestra disposición a arrepentirnos y comenzar de nuevo con la ayuda constante del Espíritu Santo.
Este viaje implica también necesariamente la Cruz. Jesús deja esto muy claro (Marcos 8:34), “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. La cruz nos asusta, especialmente si suponemos hacerlo por nuestra cuenta, pero si recordamos que discípulos de Jesús “permanecen en Cristo y Él permanece en ellos”, mediante el don de fe viva, al igual que “sarmientos de la vid” (cf. Juan 15:1ff), entonces, podemos estar seguros de que nunca estaremos solos. En todo momento, Él es “El Alfa y la Omega, el Principio y el Fin” (Apocalipsis 21:6), quien nos llama, nos acompaña y nos conduce a una vida abundante con Él en la eternidad.