Las Cuatro Últimas Realidades:
Primera Parte — El Cielo
En Roma, en el distrito de hoteles de cuatro estrellas, restaurantes caros y residencias lujosas ubicadas en Via Veneto, reside una extraña iglesia perteneciente a los Frailes Capuchinos que se llama la Santa Maria della Concezione, conocida popularmente como la “Iglesia de Huesos”. Aquí, cinco cámaras sucesivas están decoradas con patrones cuidadosamente labrados y viñetas construidas enteramente de huesos humanos y cadáveres momificados. Tiempo en la cripta obliga al peregrino a enfocarse en la muerte y la eternidad que sigue. Los Frailes aseguran que el mensaje es fuerte, claro y personal. Cerca de una de las capillas de la alcoba hay una placa que dice: “Lo que eres ahora, una vez fuimos; lo que somos ahora, serás”. El mensaje que esta Iglesia de Huesos quiere comunicar a través una manera tan sorprendente se trata de preparación para lo que sucede en el final de nuestras vidas: la Muerte, el Juicio, el Cielo o el Infierno.
El Cielo es nuestro llamada
A estas últimas realidades cada uno de nosotros mueve cada hora del día y la noche. Reflexionar sobre estas realidades finales puede ser preocupante y hasta aterrador. Sin embargo, las Cuatro Últimas Realidades no deben asustarnos, sino más bien llevarnos a vivir vidas cristianas más fieles y comprometidas. Como seguidores de Cristo, llegamos a verlas como parte de la verdaderamente real y profundamente significativa vida con Dios que se extiende más allá del sepulcro. Nuestras vidas no se podrían entender completamente sin reconocer las cuatro. Cada uno refleja el amor, misericordia y justicia de Dios en su forma particular.
A través del misterio Pascual de Su sufrimiento, muerte y Resurrección, Jesús ha destruido el poder de la muerte y abrió las puertas del Cielo. La Resurrección de Jesús muestra definitivamente que este mundo no es todo lo que hay. Dios está haciendo algo mayor de lo que habíamos imaginado o creído posible. Empezamos a ver este mundo como un lugar de crecimiento y transformación hacia algo más alto, más permanente y magnífico. La Resurrección de Jesús nos señala el Cielo como San Pablo nos recuerda: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del Cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con Él, llenos de gloria” (Col 3:1-2).
El Cielo es la comunión con Dios
¿Qué es, entonces, el Cielo? Sin duda, el Cielo es un lugar difícil de describir. La concepción del Cielo para la mayoría de la gente está construida alrededor de la noción sensual de lo que me hace feliz es lo que el Cielo será. El Cielo es a menudo considerado como un paraíso diseñado personalmente donde seremos felices en nuestros propios términos. Pero eso no es el Cielo.
Cuando reflexionamos en el Cielo, existe el peligro de tomar realidades terrenales y sólo llevarlos el Cielo. La felicidad del Cielo no se puede comparar con nociones terrenales. Exactamente cómo seremos felices en el Cielo no se puede explicar a nosotros aquí; como escribe San Pablo: “Lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman” (1 Co 2:9).
Jesús advirtió a los saduceos, que trataron de proyectar la realidad terrenal del matrimonio y familia en el Cielo, con estas palabras, “Están equivocados, porque desconocen las Escrituras y el poder de Dios” (Mt 22:29). Por lo tanto, lo que es el Cielo, y cómo será experimentado, no se reduce a o explicar simplemente en términos de cómo estamos felices en la actualidad.
El Cielo es el Reino de Dios en toda su plenitud, y sus valores y cualidades son numerosos pero incluyen muchas cosas que no son inmediatamente deseables a los que viven con corazones y mentes que son mundanos y pecaminosos. En el Cielo, se observan todos los valores del Reino de Dios, como misericordia, justicia, verdad, amor, compasión, castidad, perdón y así sucesivamente. En los Evangelios, Jesús habla del Cielo a través de imágenes. Él lo llama el Reino, un lugar de vida, luz y paz. Se refiere a él como un banquete de boda, la casa del Padre, el celestial Jerusalén y paraíso.
El Catecismo de la Iglesia Católica define el Cielo de esta manera: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven ‘tal cual es’, cara a cara. … Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ‘el Cielo’. El Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (CIC 1023-1024).
Puesto que el Cielo es la comunión de vida y amor con el Dios Trino, todas las cosas en este mundo como el dinero, placer, poder, fama, salud, paz, seguridad o éxito mundano puede ser buscada pero no poseído. Sólo la vida con el Dios Trino está garantizada. Y sólo aquellos que le buscan le encontrarán como Jesús ha prometido, “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7:7-8). Encontrar a Dios es el Cielo y no encontrarle es el infierno. San Agustín afirmó esta verdad cuando escribió, “de quien separarse es caer; a quien volver es levantarse; permanecer en Tí es hallarse firme. Dios, darte a Tí la espalda es morir, volver a Tí es revivir, morar en Tí es vivir” (Soliloquios I, 3). Así, el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios es diseñado para cumplimiento y definitiva felicidad que sólo se puede encontrar con Dios para siempre, y de ser en la belleza de Su presencia y verdad.
Amar y desear el Cielo es amar y desear a Dios. Por este propósito, Cristo nos dejó Su Iglesia, como una madre solícita, para enseñar y llevarnos a amar las cosas de Dios. También nos dejó la Sagrada Liturgia como un gran anticipo del Cielo, y su Palabra en la Sagrada Escritura como una especie de plan que describe lo que Él estima. Los Santos también han viajado por delante de nosotros para mostrarnos el camino. En todo esto, Dios nos da una clase de pedagogía del Cielo.
Desear el Cielo es un ‘gusto adquirido’
Aprender a desear y amar el Cielo puede ser bastante difícil. Esto es porque vivimos en un mundo que está completamente boca abajo, un mundo que no es rico en cuanto a lo que importa para Dios, un mundo que está obsesionado sobre las cosas triviales que pasan y ponepoca atención a las cosas celestiales y eternas. Por lo tanto, desear y amar el Cielo significa estar dispuesto a ir en contra de las prioridades y preocupaciones del mundo. Ser independiente de todo esto y aprender a amar el Cielo requiere un doloroso viaje de sacrificio y abnegación. Por esta razón el Señor nos ha recordado, “Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mt 7:13-14). Nuestros corazones están desordenados; fácilmente deseamos no las cosas que son buenas y duraderas sino las que son pecaminosas y dañinas. Buscamos aparentes bienes en vez de verdaderos bienes. Por esta razón, aprender a amar el Cielo es un “gusto adquirido”.
¿Cómo podemos empezar a aprender a amar el Cielo mientras todavía estamos viviendo en esta vida terrenal? Una de las muchas maneras que está ofrecida a nosotros es participar con fe y devoción en el Santo Sacrificio de la Misa. Cada Misa es un gran anticipo del Cielo. Cuando entramos en una iglesia, estamos rodeados de imágenes de ángeles y santos, con Cristo en el centro en el tabernáculo. Cuando tomamos parte en la Sagrada Liturgia, hay velas, incienso, el altar, himnos que se cantan, el Sanctus, el libro de los Evangelios presentado, las posturas de rodillas o de pie ante el Señor — todos estos detalles están contenidos y se describen en la liturgia celestial del Libro del Apocalipsis.
Mientras continuamos alegrándonos de nuestro Señor Resucitado que ha conquistado a la muerte, concedamos nuestros corazones a Él y oremos por un deseo más profundo para el Cielo. Como un viejo poema sobre las Cuatro Últimas Realidades nos recuerda, “La vida es corta y la muerte es segura, la hora de muerte queda oscura”, es decir, nuestro deseo para el Cielo no cambiará automáticamente en ese último momento. En ese momento, nuestra opción por el Reino de Dios (por el Cielo) o para algo más se fijará firmemente. Mantengamos nuestros ojos fijados en Cristo.