En los primeros siglos de la fe cristiana, el rito del Bautismo con sus gestos, palabras y simbolismo potentes, tenía un fuerte énfasis en la conversión, una reorientación radical de la vida del pecado y hacia Dios. Antes del Bautismo, los candidatos eran mandados a girar hacia el oeste, la dirección desde la que se pone el sol y la oscuridad desciende, y a rechazar el pecado y las tentaciones del diablo como si estuvieran cara a cara con él. Una vez que renunciaban a Satanás y al pecado, se volteaban hacia el oriente, la dirección de la salida del sol, a la luz de donde esperaban ver a Cristo volver en gloria. Tener literalmente sus espaldas al pecado y al diablo, afirmaban con confianza su fe y compromiso a Dios.
La llamada a la santidad en el Bautismo
Desde el momento del Bautismo, los cristianos se han comprometido a luchar contra “el mundo, la carne y el diablo” (cf. 1 Jn 2:16); y como ganan la batalla, la imagen de Jesucristo comienza a brillar con más claridad. En el Bautismo, a los catecúmenos se les pregunta: “¿Desea ser bautizado?” que es lo mismo que preguntar “¿Usted desea ser santo?”. En otras palabras, el Bautismo establece delante de ellos el carácter radical de la enseñanza de Cristo: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5:48) junto con las gracias para vivir en sus vidas.
En esto es lo que consiste la santidad; y cada cristiano, por su Bautismo, es llamado por Cristo para perseguirla. El Concilio Vaticano II afirmó esta llamada universal a la perfección cristiana: “Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (Lumen Gentium 11).
La tentación más grande: La santidad es sólo para unos pocos
Una de las tentaciones más grandes de Satanás en nuestro tiempo es plantar dentro de nosotros un concepto equivocado de la santidad que percibe a los santos como un grupo especial favorecido por Dios con extraordinaria capacidad de virtudes heroicas, bendecido con dones y poderes especiales. Se convierten en figuras que pertenecen a un pedestal o remotas figuras en vidrieras cuyas vidas son historias admirables pero imposibles de seguir. En su famosa obra literaria llamada “Cartas del Diablo a su Sobrino”, que es una colección de cartas supuestamente escritas por un diablo mayor a su joven sobrino ajenjo que recién está aprendiendo el arte de engañar a la gente para conducirles lejos de Dios, C.S. Lewis nos recuerda que esto es uno de los prominentes engaños de Satanás: “Les hemos enseñado a pensar en el futuro como una tierra prometida que alcanzan los héroes privilegiados, no como algo que alcanza todo el mundo” (25). En otras palabras, Satanás siembra la semilla más grande de mentiras cuando intenta convencernos de que la santidad no es para los cristianos promedio porque la mayoría son incapaces de ello. Incluso guardar los mandamientos parece demasiado difícil y la exhortación del Señor de “Sean perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto” no se aplica a los cristianos “promedio”, pero sólo para una élite, los pocos elegidos.
Lamentablemente, quien cae en esta “tentación de todas las tentaciones” cae en la mediocridad. Un signo prominente de sucumbir a esta gran mentira es cuando debilitamos la verdad de las enseñanzas de Cristo y Su Iglesia porque perdemos confianza en que la verdad puede liberarnos. En lugar de recibir con paciencia y perseverancia de Dios mediante la oración y los sacramentos la fuerza necesaria para vivir la fe, especialmente cuando es difícil y desafiante, hay un intento pesimista e indulgente de suavizar las exigencias de la fe. Así, la enseñanza del Señor se convierte en solo un ideal, alguna meta abstracta a que se puede aspirar pero con ninguna fuerza vinculante ni impacto duradero en la vida real. En esta tentación, el diablo baja la barra de la santidad a la capacidad limitada del hombre.
La santidad es posible con la gracia de Dios
La santidad no es buscar hacer lo suficiente, sólo para evitar pecados mortales o hacer el mínimo. Puesto que el Bautismo nos abre a la vida divina con Dios a través de la incorporación en Cristo y la morada del Espíritu Santo, sería una contradicción sólo conformarse con una vida de mediocridad, caracterizada por principios morales minimalistas y prácticas religiosas superficiales. Más bien, la santidad significa buscar a Dios con cada fibra de nuestro ser, amar a los demás con el mismo amor con que Él nos ama, decir sí sin reservas a Dios y permitiendo que la gracia de Dios nos transforme a la imagen de Su Hijo.
Lo que Jesús hizo con Sus Apóstoles muestra el poder de la gracia de Dios que es capaz de transformar corazones. Jesús no empezó llamando a los escribas y fariseos bien informados para que lo sigan. Tampoco no empezó con los judíos normales de Su tiempo. Comenzó con los hombres ignorantes de lugares insignificantes, con acentos fuertes junto con cabezas gruesas. Eran hombres que lucharon para entender Su misión y vivir el mensaje que Él enseñó. Eran hombres que a la señal de peligro huyeron y se escondieron en miedo, abandonando al Señor cuando fue llevado para ser crucificado. Sin embargo, más tarde volvieron y, fortalecidos por Su gracia, salieron a difundir el Evangelio hasta los confines de la tierra y libremente a morir por Cristo.
Las vidas de los Apóstoles son historias reales de gente común que se convirtieron, con la gracia de Dios, en los más grandes que jamás habían vivido. Como los Apóstoles, Jesús sigue llamando a cada uno de Sus discípulos al heroísmo y para mostrar al mundo que la santidad es posible. Muchos de nosotros en nuestra vida cotidiana somos dedicados y trabajadores. Imagínese: ¿Qué ocurriría si dirigimos la energía, esfuerzo y sacrificio que diariamente ponemos para convertirnos en mejores estudiantes, vendedores, profesionales y así sucesivamente, hacia el “unum necessarium” (sólo lo necesario) — ser santos? ¡Podríamos transformar este mundo!
Para ser santos, no es necesario realizar obras extraordinarias o poseer un carisma extraordinario. En su autobiografía “Una Historia de un Alma”, Santa Teresa de Lisieux contó de su deseo de realizar todas las acciones más heroicas para el Señor: “Jesús, si quisiera poner por escrito todos mis deseos, necesitaría que me prestaras tu Libro de la Vida, donde están consignadas las hazañas de todos los santos, y todas esas hazañas quisiera realizarlas yo por ti” (Capítulo 9: “Mi Vocación — El Amor”). Sin embargo, Dios le mostró en la oración que “los mejores carismas nada son sin el amor … que la caridad es ese camino inigualable que conduce a Dios con total seguridad” (Ibíd). Así, el camino a la santidad para todos los cristianos de todos los tiempos se resume en hacer las cosas ordinarias de manera extraordinaria, es decir, hacer la voluntad de Dios en nuestra vida diaria con el amor más grande. Esto significa ver a cada circunstancia, cada suceso, cada evento, cada ocasión, cada momento de la vida como una oportunidad para amar. Amar como Jesús ama a cada momento es un gran hecho y el que ama más es el mayor de los santos.
Durante el mes de noviembre, que comienza con la celebración de Todos los Santos, recordemos todos nuestros hermanos y hermanas que por alcanzar el cielo nos han demostrado que las personas “promedio” pueden llegar a ser santos con la gracia de Dios. Es un tiempo que, con gran valor y confianza en la gracia de Dios y la perseverancia, abracemos la santidad como el camino que conduce al cielo. Es tiempo de que nos recuerda nuestra vocación bautismal a la santidad, a ser un espejo del amor de Jesucristo y para alegrarnos de que Dios ha dado y siempre nos proporcionará todo lo que se necesita para ser santo.